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lunes, 25 de marzo de 2013

Bernardino, Ana María Matute


Título: Bernardino

Autora: Ana María Matute

Editorial: Plaza y Janés, año 1961 
- En: "Historias de la Artámila"

Editorial: Austral, año 2010 
- En: "La puerta de la Luna cuentos completos"  

Género: Relato realista

“Bernardino”, relato escrito con la maestría que caracteriza a esta autora, nos lleva de la mano, sin aspavientos innecesarios, por la dualidad de un mundo que parece no tener reconciliación: el de los señores y el del pueblo reflejado en un puñado de niños.

La historia, contada en primera persona –a mi parecer y por lo que escribiré más adelante- por una niña de edad indefinida (no hace alusión ni a su edad, ni a la de sus hermanos, así como tampoco al resto de los niños que aparecen en ella), una primera persona que más sugiere un narrador cámara en 3ª persona que sólo cuenta lo que ve y nada más que eso. No se preocupa en ahondar ni en sentimientos, opiniones, o pareceres del resto de los personajes.

Acata, al igual que sus hermanos, a pie juntillas, que “Bernardino es un niño mimado”, sin apenas saber qué quieren decir con eso los mayores. Es, por tanto, prejuiciosa. Hace juicios de valor: se deja llevar por los comentarios que hacen sus hermanos. El mayor dice: “Bernardino es un pez”, es decir, frío O: “Bernardino es un pavo”, que añade el pequeño con el sentido de que es un bobo, que lleva el moco colgando, un baba caída…


Historias de la Artámila, Plaza y Janés 1961
La narradora prácticamente no describe a los personajes, ni a los mayores, ni a los infantiles, si no es con ligeras pinceladas. Ella y sus hermanos están con el abuelo, que puede ser como cualquier otro abuelo del mundo, ninguno tiene ni nombre ni rostro.

Sólo se interesa, de manera relativa, por las hermanas de Bernardino a quien les da nombre: Engracia, Felicidad y Herminia e, incluso las describe. A los muchachos del pueblo también “nos los presenta”…, a estos los pone como algo gamberros, envidiosos y violentos; sobre todo el cabecilla, hijo del capataz de las minas quien le pega, algo que el hijo ha aprendido bien y hace lo mismo que el padre: ser violento de manera gratuita. Ellos son: Mariano Alborada, el hijo de un capataz, Lucas, Amador, Gracianín y el Buque…

se fija la narradora -de ahí deduzco que se trata de una niña quien nos cuenta esta historia- en el paisaje -[…] el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río- que les lleva, a ella y a sus hermanos, cuando van de visita a “Los Lúpulos”, la casa en la que vive Bernardino; nos describe a las tres hermanas del protagonista –que me recuerdan a la señorita Rottenmeyer- como mujeres muy mayores (que parecen, más que sus hermanas, sus tías, que visten como otras mujeres antiguas a las que ha visto en el viejo álbum de fotos de casa del abuelo: con ropas oscuras y moños altos como “roscas de azúcar”). A Bernardino también lo describe con precisión, tanta, que ante nuestros ojos aparece un niño enclenque, enfermizo, macilento… Quizá por enfermedad o, quizá, porque sus hermanas no le dejan moverse de casa, correr, jugar, saltar como cualquier otro niño de su edad.

Bernardino, hijo de un segundo matrimonio de su padre, padre del que no se hace mención nada más que en ese momento, lleva a pensar que fue una boda desigual, tal vez entre un hombre mayor, padre de unas hijas también muy mayores, y una mujer joven que debió de morir en el parto. De ella no se habla en la historia, así como tampoco se vuelve a aludir al padre, por lo que queda implícito que ambos progenitores han fallecido y, Bernardino, es un niño huérfano que está tutelado por sus tres hermanas, demasiado estiradas e incapaces de darle cariño, cariño que el chico busca –y encuentra- en su perro Chu, un chucho sin pedigrí pero que es su mejor amigo.



Es más, Bernardino sólo se vuelca en su perro, pero cuando nadie le ve. De ahí que nadie sepa lo que les une, por eso las dudas de los tres hermanos que no se explican cómo ese animalito le quiere tanto. Estos tres hermanos, que son los únicos que hubieran podido ser sus amigos –por esas visitas que el abuelo gira a “Los Lúpulos”, siempre acompañado de ellos pero que en ningún momento se desvela el por qué de esas visitas, así como tampoco les vestían de “domingo” para ir a la casa grande-, no fueron capaces, ni parece que tuvieron la intención, de conocer a Bernardino, ni se molestaron en jugar con él, ni en dar la cara, tampoco salvarle cuando fue agredido por los “matones” del pueblo.

Particularmente veo a Bernardino como un iceberg -un niño huérfano de madre, como escribí más arriba, parece que también de padre pues no se habla más de él- del que sólo se conoce una ínfima parte de lo que lleva consigo. Un niño no sólo huérfano de padres, sino de afectos humanos verdaderos, tímido, enfermizo, solitario, ahogado por las hermanas, incapaz de abrirse a los que hubieran podido ser sus amigos, quizás por el temor de tomarles cariño pero que, cuando se sienta feliz, se le marchen.

Sabe querer. Bien claro se ve cuando se encuentra ante los matones del pueblo y contempla la estampa de su amado perro: maniatado y casi ahogándose. Bernardino prefiere que lo breen a él a palos antes de que le hagan nada a su perro. Da a todos una lección de hombría, a pesar de que debe de ser pequeño (yo diría que tendrá entre 8 y 10 años), de saber estar, de dignidad… Algo que al resto, a los matones y a los tres hermanos, les descoloca y avergüenza.

Quiere a su perro, más que a nada o a nadie en el mundo: por él es capaz de poner la otra mejilla, de saltar el muro de la finca, a pesar de sus dificultades físicas y de las prohibiciones de los mayores, de salir al mundo, en el que, con sangre, aprende que no es el mejor de los lugares a pesar de lo bucólico del entorno… Es capaz, en fin, de desprenderse de algo que pudiera tener un gran valor: su medalla de oro, pero él considera esa medalla sólo como oro, algo frío, nada más; prefiere que le devuelvan a Chu y su calidez que no la medalla. Tanto es así que, cuando consigue soltarlo, la medalla queda olvidada y ambos, perro y amo, se van a esconder donde nadie pueda verles: Bernardino a llorar, y Chu a estar a su lado con la lealtad que sólo conocen estos agradecidos hijos del reino animal (pero con mejores y más altos sentimientos que algunos individuos de la raza humana).

A su vez, los tres hermanos aprenden lo que es ser cobardes y, como amigos, totalmente nulos.

Juana Castillo Escobar
Madrid, 6-XI-2012
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Notas

 El relato y la biografía de la autora se pueden leer en los enlaces:


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