Título: El balcón - El cocodrilo
Autor: Felisberto Hernández
Editorial: Visor Libros
Año de publicación: 1900
Encuadernación: Encuadernación
de tapa blanda
El Balcón es un relato que, a pesar de parecer sencillo, no lo es tanto, es polémico y da lugar a opiniones encontradas como cualquier otra obra ya que autor y relato son uno, lectores y opiniones cientos o miles, tantas como lectores, y todas distintas.
En lo que sí
estamos de acuerdo es en que se trata de un relato narrado en primera persona,
con un narrador, por tanto, deficiente: sabe sólo lo que ve y sólo puede contar
lo que ve y escucha, nada más.
Para mí, en este
caso, se trata de un narrador de los que hacen que te preguntes: “¿Qué fue
primero, el huevo o la gallina?”, me explico, este narrador en primera
persona bien puede decirse:
1) que es el
protagonista de la historia, sin él la desconoceríamos,
2) es un
narrador que se esconde, se camufla, nos cuenta pocas cosas de él para dar paso
e importancia a sus personajes, además, porque quizá no desee ser reconocido.
Digo esto porque
se trata de una primera persona que bien pudiera ser el mismísimo autor. Ese
“YO-narrador” es músico, pianista itinerante al igual que lo era el autor,
Felisberto Hernández: músico itinerante que se ganaba la vida actuando en bares
y cines de las ciudades y pueblos de su entorno. Las preguntas que surgen de
inmediato son: “¿Por qué esta historia no puede ser una simple anécdota? ¿Algo
que en realidad le sucedió a ese yo que se camufla, ese yo-narrador-autor
llamado Felisberto Hernández y que, en el relato, incluso obvia su nombre así
como el de los personajes principales, el padre y la hija? ¿Los olvidó sin
darse cuenta, o lo hizo a propósito para que nadie que leyese su historia
pudiera reconocerlos? ¿Tan descabellado resulta pensar que en una de esas giras
no conoció a alguien parecido y lo inmortalizó en un relato? Unos personajes
que, en todo cuento que se precie, son anónimos”. Porque, leyendo despacio se
ve que el trío principal: pianista, padre e hija, no tienen nombre; a parte
está la personificación del balcón (que da título al relato y en torno al que
gira la trama del mismo, podría ser considerado el antagonista del narrador,
antagonista a través de la figura y de las palabras de la hija). Los únicos
personajes femeninos que sí aparecen nombradas son: Tamarinda, la sirvienta
enana, y una mujer llamada Úrsula, fruto de la imaginación de la hija que
siempre anda ideando historias, son personajes “extras” que, como en las
películas, están ahí para hacer bulto o, en algún caso como puede llegar a ser
en el de Tamarinda, para inquietar. Lo cierto es que hay, al menos, una decena
de personajes salpicados por el texto.
El entorno está
descrito de forma rápida, como si no importara. En realidad la historia es un
suceso de actos, como en una representación teatral, que tienen lugar:
- el primer acto
en el teatro donde actúa el músico y luego, las otras dos escenas, muy rápidas,
son unos instantes en la calle y luego en un bar en el que charlan el anciano
con el pianista,
- el resto de
los actos, hasta cuatro más, vienen dados por cortes temporales (el segundo
cuando el anciano va a buscar al músico-narrador al hotel) se desarrollan en el
interior de la casa en distintos escenarios: en el comedor, en el dormitorio de
la hija, en el dormitorio que le asignan al pianista, en lugares de paso como
el jardín o el corredor de las sombrillas…
Los personajes
se mueven en una atmósfera pequeña, agobiante, como en el escenario de un teatrito,
casi de juguete. Los diálogos que mantienen entre sí son fluidos, algunos
directos y otros insertados en el texto, transcripciones del narrador de cosas
dichas por sus personajes.
Existe una
enorme personalización de los objetos a los que el autor les dota de una
humanidad que, lógicamente, no poseen. Es una humanidad que viene dada por los
propios personajes cuando estos se presentan en su estado más “puro”, digamos,
más “lúcido”, cuando son personas cabales y educadas… Pero llega un momento en
el que las personas, dejan de serlo cuando se sientan a la mesa: la cena pasa a
ser casi una bacanal, donde el anciano y el pianista se dejan caer en los
brazos de la gula y la bebida, añadido a todo ello la figura de Tamarinda, la
criada enana, que en ese momento saluda casi como un bufón, todo hace que el
encanto anterior, la humanidad, el buen gusto, desaparezcan, es entonces cuando
esos objetos dejan de tener ese protagonismo, esa humanidad, ese alma de la que
poco antes se les dotó, dejan de serlo con la imagen del anciano “agarrando al
botellón por el pescuezo para doblegarlo y hacerle que escancie el vino”, se
personifica al objeto, pero se embrutece al anciano.
Hay, también una
presencia si no premonitoria, sí algo inquietante como es la “figura” de la
araña, probablemente el artrópodo con presencia más intensa en el conjunto de
creencias humanas primitivas. A lo largo de cinco continentes y de 5.000 años,
la araña ha sido vinculada a importantes divinidades en las que residen al
mismo tiempo tanto poderes creadores como destructores. La araña ha sido
símbolo de vida (creación, fertilidad y sexo) por su capacidad para la
construcción de telas a partir de sí misma, pero también de muerte (guerra y
destrucción) por su capacidad predadora y la toxicidad de su veneno. Esta
ambivalencia, puede rastrearse en antiguos mitos mediterráneos, pero también en
el continente africano, en las culturas mesoamericanas y entre las tribus de
nativos norteamericanos o en las islas del Pacífico. Indudablemente no aparece
en el relato porque sí, sino que es un aviso de lo que sucederá: la hija está
con el pianista en el dormitorio de éste, consecuencia: suicidio del
balcón.
Hay cantidad de
figuras retóricas: personificaciones (las más utilizadas), comparaciones,
metáforas, hipérboles, oxímoron, catacresis…
El relato me gustó, es una historia que se lee bien, de la que se puede sacar mucho más de lo que por sí misma ofrece, es más, al menos así lo he sentido: me hubiera gustado saber más cosas de todos ellos.
Juana Castillo Escobar ®